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  〰Fusión〰   Una sombra me persigue, intento perderla pero no me abandona. Cambio de vereda una y otra vez, me escondo detrás de los árboles que bordean la costanera, pero es inútil,  aunque no está a la vista la siento, sigue allí, incansable, unas veces delante y otras detrás de mi, a pesar de los atajos que le impongo. Y en eso estoy, entretejiendo senderos de escape, cuando los veo. Vienen caminando despacio hacia mí. Oigo el estruendo de las olas que rompen y se deshacen en millones de gotas minúsculas y brillantes al otro lado del murallón. Puedo imaginar como se arremolinan sobre las rocas, como vuelven hacia atrás, crecen y de nuevo se lanzan hacia adelante con violencia. La joven y el cach orro se acercan a la velocidad posible para las cuatro patas diminutas y peludas. El sol a sus espaldas me enceguece, giro la cabeza para evitar el resplandor y veo a la sombra, sigue detrás de mí, ¿o debería decir delante?   Vuelvo la cara hacia el sol buscando a la muchacha y su mascota, e

Niña extranjera

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Plaza de Almagro, a dos mil kilómetros de Puerto Deseado.  El sol apenas nos entibiaba pero ella no parecía sentir frío. Ni el tiempo ni el invierno habían logrado apagar la presencia de ese lugar perdido en la Patagonia, un pueblo de madera y vías, todas las casas iguales.   Me dijo que Deseado fue solo una parada en la vida itinerante y solitaria de esa familia de inmigrantes polacos que buscaban un futuro lejos de la guerra. Y fueron recorriendo su camino, en un país extraño, de a pedazos, armando y desarmando afectos tristes y afectos alegres, más tristes que alegres en el intento de crear nuevas raíces. Lo dijo tal cual y me gustó que explicara la vida así, sin resentimientos ni reclamos.  Pude imaginarla sentada sobre uno  de los peldaños de madera de la entrada, su vestido de lana escocesa, pantalones de abrigo debajo, sweater y bufanda, las botitas de cuero y el pelo medio corto, casi rojizo, peinado en un ridículo bucle arriba de la cabeza, casi en la coronilla. Después, cuand

Hasta que la muerte nos separe...

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Estoy harta. Harta de levantarme todos los días de la vida a las seis de la mañana. En invierno con lluvia,  frío y noche oscura, en verano con el sol que después abrasa;  en la primavera salpicada de lloviznas y  brotes y también en el otoño, con sus hojas amarillas alfombrando el patio. Todos los días, todo el año, todos los años, son iguales. Estoy podrida de preparar el desayuno como a él le gusta. Pan tostado, café con leche, los platitos con el dulce de naranja casero y la manteca. Todo sobre la bandeja y después a llevar el cargamento hasta el muro y la ventana que dividen la casa y el patio en dos. Esa ventana de mierda que nos mantiene encadenados aunque no estemos  juntos.  Son iguales los mediodías cuando vuelvo a llevar la fuente con la milanesa, o las lentejas, el puchero, o las ensaladas, la jarra con vino y el infaltable postre, flan casero. Siempre lo mismo, sin importar  la estación, sigo  el  menú planificado para cada día hace tanto tiempo, años y años. Desay

Zapatología

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El traqueteo de las ruedas lo adormece pero despierta cada vez que el tren se detiene y entra la marea de gente. Sólo ve los pies que pasan frente a él. Está tirado en el piso del vagón y observa la entrada y salida de zapatos y zapatillas. El viaje entre Leandro N. Alem y Los Incas le es tan conocido que no presta atención a la voz que desde algún lugar del coche avisa que la formación irá directo a Malabia y luego parará en todas las estaciones hasta la terminal. Llegan unos zapatos negros muy lustrados. Los tacos están gastados hacia el lado de afuera, la capellada tiene grietas que ni el betún logra disimular. El propietario gira y entonces percibe los cordones nuevos, ¿qué historia guardan esos zapatos viejos que brillan a fuerza de lustre? Se renueva el traqueteo. La náusea arranca en su estómago y trepa convertida en vómito, no puede contenerlo. Algunos pies se remueven inquietos, hay gente que busca otro espacio, también los que están sentados muy cerca; crece el vac