Niña extranjera

Plaza de Almagro, a dos mil kilómetros de Puerto Deseado. 
El sol apenas nos entibiaba pero ella no parecía sentir frío. Ni el tiempo ni el invierno habían logrado apagar la presencia de ese lugar perdido en la Patagonia, un pueblo de madera y vías, todas las casas iguales.  
Me dijo que Deseado fue solo una parada en la vida itinerante y solitaria de esa familia de inmigrantes polacos que buscaban un futuro lejos de la guerra. Y fueron recorriendo su camino, en un país extraño, de a pedazos, armando y desarmando afectos tristes y afectos alegres, más tristes que alegres en el intento de crear nuevas raíces. Lo dijo tal cual y me gustó que explicara la vida así, sin resentimientos ni reclamos. 
Pude imaginarla sentada sobre uno  de los peldaños de madera de la entrada, su vestido de lana escocesa, pantalones de abrigo debajo, sweater y bufanda, las botitas de cuero y el pelo medio corto, casi rojizo, peinado en un ridículo bucle arriba de la cabeza, casi en la coronilla. Después, cuando volvimos a su departamento, vi las fotos y comprobé que la fantasía no me había engañado. Y comenzó a contarme.
Era un mediodía cualquiera cuando pasaron los pibes y la invitaron a seguirlos; se fue con ellos. De esa tarde de vagabundeo en la aridez de la estepa quebrada por yuyos le quedó la resonancia de unas palabras recién descubiertas, “cazar pajaritos” y la visión de las gomeras, una horqueta de la rama de algún árbol, tiras de neumático y un pedazo de cuero. 
Volvieron al pueblo cuando el sol se guardaba y los padres ya habían recorrido todo el lugar buscándola. Su aparición desarmó los enojos y generó tal tranquilidad que solo recibió abrazos de alivio.
Continuó su relato reviviendo conmigo los primeros días de la llegada, tenía cinco años cuando se instalaron en Deseado; los vecinos de las casas colindantes se fueron acercando para darles la bienvenida, algunos con una gallina bajo el brazo, otros con huevos, alguien incluso aportó una clueca, en poco tiempo la familia tuvo el gallinero propio. 
Los detalles de la casa de madera donde vivían se le habían desdibujado en la memoria, pero creía recordarla elevada sobre postes, aunque no estaba segura de que fuera así, en cambio ratificó con obstinación, porque yo dudaba que tuviera un recuerdo tan nítido, que tenía bien clara la escalera que llevaba a la puerta de entrada y estaba muy consciente de su propia figura, sentada sobre uno de los escalones dando de comer a las gallinas.
Con melancolía habló del primer amigo que tuvo en la soledad de su infancia. Una tarde cualquiera, cuando alimentaba a las gallinas apareció un pollo blanco apenas emplumado. Picoteó el maíz en el círculo de batarazas y luego se aproximó a la mano extendida que le ofrecía más, trepó en ella y a partir de ese momento fue su fiel seguidor. Creció, pero no mucho, no como otros gallos y algún vecino entendido explicó que era un gallo de riña. 
Acomodado sobre su hombro el pigmeo blanco viajaba tranquilo, acompañándola en los correteos cercanos a la casa y cuando ella se sentaba en la escalera, desde arriba, observaba dominante la banda de aves ruidosas que rascaban y picoteaban la tierra seca, allá abajo.

Después de la primer escapada se habían perdido las aprensiones y las prohibiciones, reflexionó que en verdad después a nadie le importaba demasiado que deambulara entre las vías del ferrocarril; y allá iba con sus piernas cortas, saltando sobre los durmientes de quebracho que anclaban rutas de metal enhebrándose unas con otras, formando redes que huían hacia el horizonte. Una pintura perfecta, era como si se viera a si misma desde el cielo, jugando diferentes saltos, primero sobre un pie, luego el otro, después los dos, entre las trochas que cruzaban, se abrían y se alejaban. Fue una etapa de extraña y maravillosa libertad nunca repetida, nunca olvidada.
Pasaron otras cosas durante ese año en Puerto Deseado pero no quiso hablar sobre ellas, insistió en terminar la historia del pigmeo blanco. Un día, no supo decirme cuándo, porque en ese entonces no tenía noción del tiempo, porque la vida no precisa  de relojes ni almanaques, prosiguió impaciente: un día llegó la mudanza obligada hacia un nuevo destino. Deseado  quedó teñido por las memorias alegres de la independencia casi absoluta. También fue el inicio de un camino de pérdidas. 
Estaba de pie junto a la puerta abierta de un autobús en marcha, gritando para imponerse al ruido del motor, le preguntó a ese hombrón de panza enorme que apretaba la mano del padre en gesto de despedida si cuidaría a su amigo el gallito blanco. La respuesta bajó quebrando la inocencia y dejó una cicatriz imborrable. Está gordito, va a ser el primero en ir al horno. 
Ahí termino el relato. Se quedó muy callada y sentí que fue para ella una de las noches más largas del invierno patagónico, un viaje interminable de desconsuelo;  pude ver la niña acurrucada en posición fetal, en el duro asiento de un viejo colectivo trepidante sobre el canto rodado del camino, con los ojos muy abiertos y secos, viendo caer, desfilar y desvanecerse la oscuridad del cielo que llevaba a la familia hacia otra estación de la vida. 
©Cristina Wnetrzak
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Comentarios

  1. Maravilloso y sentido texto, precios foto .... feliz fin de semana

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    1. Muchas gracias Ricky! por la visita y el comentario! Muy buen domingo... lo que queda... y mejor semana!

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