Hasta que la muerte nos separe...

Estoy harta. Harta de levantarme todos los días de la vida a las seis de la mañana. En invierno con lluvia,  frío y noche oscura, en verano con el sol que después abrasa;  en la primavera salpicada de lloviznas y  brotes y también en el otoño, con sus hojas amarillas alfombrando el patio. Todos los días, todo el año, todos los años, son iguales. Estoy podrida de preparar el desayuno como a él le gusta. Pan tostado, café con leche, los platitos con el dulce de naranja casero y la manteca. Todo sobre la bandeja y después a llevar el cargamento hasta el muro y la ventana que dividen la casa y el patio en dos. Esa ventana de mierda que nos mantiene encadenados aunque no estemos  juntos. 

Son iguales los mediodías cuando vuelvo a llevar la fuente con la milanesa, o las lentejas, el puchero, o las ensaladas, la jarra con vino y el infaltable postre, flan casero. Siempre lo mismo, sin importar  la estación, sigo  el  menú planificado para cada día hace tanto tiempo, años y años. Desayuno, almuerzo, merienda y cena  atravieso el patio y dejo en el ventanuco lo que sea,  la tetera con el té con leche de la  media tarde,  la sopera con la sopa de la noche y el postre vigilante. Y cada mañana vuelta a empezar.
Quiero que esto se termine. Quiero despertar de madrugada con el canto del gallo y no levantarme, abrir los ojos y después seguir durmiendo. Necesito dormir a pata suelta hasta que me de la gana y ser libre de este insoportable ir y venir cruzando el patio cuatro veces al día que me dice que mi independencia es una mentira.  
Me pregunto a veces como habría sido la vida si me hubiera animado. Antes una mujer no se iba. La dejaban. Pero ni hablar que éste se fuera.  Así que nos aguantamos hasta que los hijos fueron grandes y después negociamos.  No más sufrir su presencia en la cama siempre listo, nunca fue relevante lo que yo deseaba. Así vinieron cinco hijos que parí no porque quisiera.  En esos días íbamos directo a la partera. 
Después del acuerdo llegó el alivio de no  sufrir más el aliento a vino, el pedorreo, la basureada gratuita y los ocasionales golpes de la borrachera, sin olvidar las puteadas que remataba siempre con la misma frasecita. Que me aguantaba por ser la madre de sus hijos.  Supongo que algún Dios tuvo algo que ver con que solo fueran cinco, y no es que no los quiera,  los quiero. Mucho. Y por fin un día todos los hijos se fueron a recorrer su propia vida, mejor que la mía si lo pienso un poco, porque sigo encadenada al hueco por el que se asoman la oscuridad y la mano cada vez más vieja, más apergaminada. Cuando la veo estudio mis manos, están gastadas, nudosas, tristes por lo que podrían haber hecho, y no pudieron. Porque hacer, hicieron mucho. Pero lo que querían, sólo un poco. Más vale no quejarme. Sin embargo me quejo, conmigo, con nadie más.  Es una bendición que no esté en mi cama y ningún hombre volverá a estar. La cagada es que ese bendito pacto me dio apenas un resabio de lo que podría ser la libertad de ser, quedaron mis raíces petrificadas en este patio partido a la mitad  y en la ventana infamante. Pero pasó tanto tiempo y todo sigue tan igual que es como que llevo grilletes, igual que los presos de las películas, cadenas que no me dejan mover más allá del patio y la ventana en el muro.
Cuando vienen  los hijos los recibo como si tal cosa. Como si fuera dueña de mi misma, de mi casa, para que vean que éste es mi territorio. Pueden observar que hago lo que quiero como quiero, aunque nadie  se olvida de  la ventana. 
Los varones siguen en el pueblo y vienen poco, se sienten incómodos y su paso es rápido. Un toque y me voy, para cumplir con la vieja, porque quién quiere estar mucho tiempo con ella, y del viejo ni hablemos.
A veces la casualidad junta a las hijas bajo mi techo y después de los comentarios sobre como viajaron, en cuanto me alejo las oigo cuchichear. 
Viste que bien que está.  Es un roble. No se le ha doblado la espalda y mirá como se cuida, va a la pelu todas las semanas y se hace las manos y los pies. Está bárbara. Le  queda precioso ese pelo blanco plateado con el corte que se usa ahora. 
Entonces mi espalda se endereza más,  echo los hombros hacia atrás y levanto la pera en gesto de desafío a la vida. No se habla de él en este lado de la casa, menos en mi presencia. Eso sí, pasan un ratito a verlo. Vienen después acá a quedarse. En sus secreteos las escucho y pienso. Tengo casi noventa y las envidio. Vienen por unos días, a veces una semana, otras veces un mes  y después se van hacia un mundo que añoro sin conocerlo. Y me arrepiento.
Nunca creí que este viejo de porquería viviría tantos años, lo seguro es que se va a morir después que yo, cuando nadie se acerque a esa ventana de mierda en el muro.  Y aquí estoy, llevando la bandeja cada mañana, cada medio día, tarde y noche,  cruzando el patio partido en dos hasta que la muerte nos separe. 

©Cristina Wnetrzak

Comentarios

  1. Tremendo texto ... muy profundo de la Vida ... es cierto muchas veces es una rutina ... por ello de vez en cuando debemos abrir esa ventana, esa puerta ... salir .. gritar .. correr .. aunque no sepamos hacia adonde ... cambiar ... aunque sea luego para regresar ... el regreso .. también será un camino diferente ....

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    1. Gracias por visitarme Ricky! Gracias por tu comentario, que bueno que te haya gustado. Un abrazo y muy buena semana!

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    2. Excelente Cris!!! Felicidades!!!

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