Zapatología


El traqueteo de las ruedas lo adormece pero despierta cada vez que el tren se detiene y entra la marea de gente. Sólo ve los pies que pasan frente a él. Está tirado en el piso del vagón y observa la entrada y salida de zapatos y zapatillas.
El viaje entre Leandro N. Alem y Los Incas le es tan conocido que no presta atención a la voz que desde algún lugar del coche avisa que la formación irá directo a Malabia y luego parará en todas las estaciones hasta la terminal. Llegan unos zapatos negros muy lustrados. Los tacos están gastados hacia el lado de afuera, la capellada tiene grietas que ni el betún logra disimular. El propietario gira y entonces percibe los cordones nuevos, ¿qué historia guardan esos zapatos viejos que brillan a fuerza de lustre? Se renueva el traqueteo.
La náusea arranca en su estómago y trepa convertida en vómito, no puede contenerlo. Algunos pies se remueven inquietos, hay gente que busca otro espacio, también los que están sentados muy cerca; crece el vacío a su alrededor. Hasta él busca un lugar en el otro extremo del coche. Muchos evitan la cercanía, incómodos. Vuelve a tenderse en el piso. Nadie dice nada, solo hay miradas, algunas de fastidio, otras de pena. No se molesta, está acostumbrado a las ojeadas de refilón.
El tren se detiene otra vez. Las puertas dejan entrar al malón que embiste a los empujones. Algunos tropiezan entre sí, otros frenan para evitar el choque con él. Una madre con su niño en brazos evita la caída con la ayuda de un joven de negro con muchas cadenas colgantes que después le cede el asiento. Una cortesía que no suele ver en sus viajes por las profundidades de la ciudad.
El niño lo descubre enseguida y grita. Mami, mami mirá. La madre lo interrumpe. Calláte Maxi. Pero mami, intenta de nuevo mientras lo señala con el dedo. Pero ella le murmura rápido en el oído y lo silencia. Pasan junto a él unas zapatillas gastadas. Desaparecen en el coche siguiente. A su izquierda unas botas de media caña y de buen cuero envuelven un par de piernas fuertes, levanta la cabeza y sigue el contorno hasta las rodillas, allí llega el borde de la pollera. La mujer carga un pesado  maletín con la mano izquierda, tal vez una vendedora puerta a puerta.
El niño está en la falda de la mamá, inquieto no despega los ojos de él. Calza coloridas zapatillas que no paran de moverse. La madre acomoda con ternura un mechón del pelo rebelde. Cruzan miradas y él desvía los ojos. Quizás hay un aleteo de pena que suaviza en ese corazón la dura corteza construída para la supervivencia.  Se nota que hace mucho que no tiene hogar, tal vez no recuerde ya cómo se sentía una caricia. De pronto la picazón es insoportable y se  rasca hasta sacar sangre, hasta que duele. Hay un desplazamiento de pies alrededor y el espacio libre aumenta. Otra detención. Zapatos que salen y que entran. Unos  tacos aguja irrumpen acelerados, la mujer, ansiosa por ocupar un lugar en el inesperado círculo libre no registra la presencia en el suelo. Hay gente que no mira. El pisotón le saca una queja de la garganta aunque esté curtido por el dolor. Ay no lo vi, no lo vi, la disculpa sale al aire sin destinatario. Nadie abre la boca. El tren reanuda la marcha.
Afuera llueve le cuentan los paraguas que pasan por su lado y lo mojan. Hace frío le dicen los abrigos y bufandas de la gente, y aunque tiene sed no va a salir a la calle. No puede arriesgarse a quedar afuera por la noche. Sabe que ya oscureció y que es el regreso para la mayoría de los que lo rodean, lo dicen los pliegues de cansancio, las bocas curvadas hacia abajo y  los ojos sin brillo. Personas aplastadas por la conformidad. Algunos miran al frente sin ver, otros cabecean en un entresueño inquieto, temerosos de pasar de largo la estación de destino. Una nueva parada. El nene y la mamá bajan. Los ve irse, quizás con pesar siente que por un momento fueron amigos. Ahora son más los zapatos y zapatillas que salen que los que entran. El vagón ha quedado casi vacío. El movimiento lo aletarga.
El último pasajero del vagón baja en Los Incas. Murmura algo cuando pasa a su lado, no alcanza a distinguir qué le dice pero suena como una disculpa.  Desaparecen los mocasines casi nuevos y se cierran las puertas. Está solo ahora y busca un lugar donde ser invisible, sabe lo que viene. La línea de coches va lenta y con algunas luces apagadas. Está atento a las maniobras hasta que frenan. Escucha voces, van revisando vagón por vagón. Debajo de un asiento, hecho un ovillo, espera. Alguien entra, camina despacio, ya están junto a él los pesados botines de trabajo, suela de goma muy gruesa y caña alta. Simula estar dormido. Puede sentir la indecisión, es una carga que el dueño de las botas deposita una vez sobre el pie izquierdo y luego el derecho cuando pasa el peso del cuerpo de un lado al otro. La duda está allí. Por fin se agacha y lo saca, es fuerte y experimentado. Un alma cálida, puede sentirlo, como nota el calor del cuerpo contra el suyo, es una sensación reconfortante. Lo brazos fuertes lo llevan fuera del vagón mientras el hombre murmura entre dientes. Casi no pesás, estás hecho una ruina. En el extremo del andén lo deja sobre el piso y con un empujón suave hace que avance hacia la oscuridad. Quedáte ahí, si te descubren te van a sacar. Con una última mirada como pidiendo perdón el hombre regresa a la línea. Desde la oscuridad, al final de la estación, lo ve desaparecer en el interior del primer coche. Vuelve a ovillarse para sentir menos el frío y sus ojos siguen el tren que como un gusano desaparece en la barriga negra de la ciudad. 
                                                                                                              ©Cristina Wnetrzak
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Comentarios

  1. Te felicito , hermoso relato de las vivencias en nuestros transportes de pasajero .. preciosa foto ...

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